A la búsqueda del Símbolo: Escena de la Transfiguración

Barcelona, 14 de junio de 2022

De la catedral de Notre Dame de París a la que nos referimos al hablar de Libro abierto o libro cerrado, vamos a la Catedral de San Salvador de Oviedo, ejemplo de un espléndido gótico flamígero, donde podemos encontrar, como en todas las catedrales, algunas decenas de símbolos.

Pero hoy no vamos a fijarnos en un símbolo, sino en una escena simbólica. Se trata de la escena de la Transfiguración. El cuadro construido en mármol, aunque quizá artísticamente no sea de gran valor, se encuentra en el atrio, sobre la puerta de occidente y fue colocado en el siglo XVIII, para tapar algunos desperfectos. La falta de calidad artística la suple su gran valor simbólico.

El episodio de la Transfiguración es uno de los más esotéricos en la vida de Jesús, y lo recogen los Evangelistas con ligeras modificaciones (Mateo 17,1-6; Marcos 9,1-8; Lucas 9, 28-36, y Juan quien alude al hecho de que los apóstoles quieren ir con Jesús y él se opone). Jesús escoge a tres apóstoles, san Pedro, san Juan y Santiago, los lleva consigo al Monte Tabor, y allí se produce el hecho prodigioso de la transfiguración, estando presentes también Elías y Moisés. Lo describen así: 

“Brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” y, a continuación, entraron en pánico, pero Jesús les obligó a guardar silencio, diciéndoles antes, y cuando le pidieron ir con él, que no pueden ir allí donde él va. Los personajes que le acompañan son personajes clave.

Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego, por un torbellino, sin pasar por el trance de la muerte. Moisés sufrió, él mismo, un proceso similar al de Jesús en el Monte Sinaí, del que bajó con el rostro resplandeciente; los tres apóstoles elegidos son los que van a representar los tres tipos de sensibilidades religiosas que se pueden dar: 

Pedro encarna la religiosidad ortodoxa del dogma, de las reglas, las normas, del rito, de la ley, de la jerarquía rígida y la obediencia debida. Juan encarna el camino místico y profético; es una religiosidad del interior, de los arrebatos místicos, de los excesos extáticos. Santiago encarna la religiosidad esotérica, por lo que una parte del camino iniciático se hace en solitario y otra parte se hace dentro de una orden. El peregrinaje es una de las fórmulas adecuadas para comprender los mensajes gnósticos y esotéricos. El camino de Santiago es el ejemplo eminente de esta búsqueda. 

Con respecto al Camino, leemos en el prólogo de Jacques d’Arès del libro Finis Gloriae Mundi, atribuido a Fulcanelli, que dice: “(…) La peregrinación a Compostela reviste incontestablemente un carácter alquímico, teniendo a la Transfiguración como la meta última del caminar.” (Αποκαταστασις) 

Pero la transfiguración también es comprendida en otras culturas, y así se nos lo relata más adelante, en el libro citado: “Entre los antiguos la gloria es una energía luminosa que los persas sabios llamaban xvarnanah, la misma que el Cristo manifestó cuando su transfiguración.”

En algunos ritos masónicos, se dramatiza la trasmisión de la Palabra con tres oficiales que representan a Santiago, Pedro y Juan, tomando el aspirante el papel de Pablo.

La transfiguración de Jesús (y antes la de Moisés) tiene un significado profundo que desborda el ámbito religioso. Ambos se han encontrado con Dios, es decir, con el Infinito, que es la aspiración de quienes quieren trascender este mundo y conocer profundamente la realidad, y por eso cuando regresan están cambiados físicamente, irradian una luz cegadora, que asusta a quienes los ven.

Quizá la transfiguración represente aquello que cada persona ansía llevar a cabo en su interior, el deseo de conocer por fin la verdad que nos reconcilie con el mundo y con nuestro propio ser.

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